La Rebelión de los Matachines


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Marcos González Pérez.

margonza1marcos@gmail.com

Bogotá, Colombia, Junio-Julio   de 2020

I

En Buenaventura, una ciudad situada en el Pacifico colombiano, departamento del Valle del Cauca, se realiza a final de la Semana Santa el llamado Baile de los matachines, un acto patrimonial de origen religioso donde la música, los disfraces y los cantos sirven a los jóvenes para desfi­lar ante la comunidad en una especie de auto sacramen­tal mediante el cual representan a los doce apóstoles y el beso de traición de Judas. En abril del año 2015, doce jóvenes de un barrio que participaban de este evento fueron brutalmente asesinados, desmembrados y regados con ácido,  lo que originó un Acto de Memoria que se celebra cada año[1], bajo la consigna de recordar, nunca olvidar. Así, cada año fueron apareciendo 24, 48 y muchos más manifestantes dando lugar a lo que podemos nominar como la rebelión de los matachines. 

Los matachines son personajes festivos originarios de África[2], parece ser esencialmente de la zona árabe y de la región sub-sahariana, de la zona de Sudán, que por razones de las comunicaciones comerciales aparecen luego en Italia y en España y embarcados en la mente de los esclavos que traían hacia América llegaron  para enriquecer los personajes de la fiesta.

Los españoles establecen en América la fiesta del Corpus Christi que se convierte con el tiempo en una de las manifestaciones festivas más deslumbrantes del catolicismo. Con esta fiesta nos llega La Tarasca, una representación a través de un dragón, del combate entre el bien y el mal, eje del Corpus, el matachín, quién portaba una vejiga seca e inflada para perseguir a los espectadores y  el diablo, representando el mal. Con el tiempo aparecen las danzas de diablos y los figurados combates contra las cucambas, representando el bien. La danza y los vestuarios de las cucambas, fabricados con palma de iraca,  hacen parte de la cultura indígena y en la zona de Valledupar y en La Sierra Nevada de Santa Marta, entre los Kankuamo de Atánquez, salen en esta fiesta.

En Valledupar, “las cucambas, hombres y niños que llevan el cuerpo cubierto con hojas de cogollo de palma, ensartadas en una cuerda; en la cabeza portan un turbante cónico bastante largo, cubierto con plumas de gallina y adornado con espejos, collares y cintas. Tiene un pico de madera resistente y afilado; en la mano, porta una maraca bastante sonora y adornada con cinta roja. Los instrumentos con los cuales se interpreta la danza de las cucambas son un tambor, con el que se marca el compás y una maraca”[3] 

La Tarasca en 1891. Francia. En DUMONT, Louis, La Tarasque, Gallimard, France, 1987, p. 176

También nos llegan otras fiestas como las del San Juan, 24 de junio, que se arraigan en las zonas hoy llamadas Huila y Tolima, en donde el Matachín es personaje de primer orden. Progresivamente este personaje festivo, que a veces tiene otros nombres, según la región, se convierte en un personaje de muchos festejos. En el carnaval de negros y blancos de Pasto se nomina como Cusillo, un personaje que persigue a las personas, portando una vejiga de marrano seca e inflada, en un juego carnavalesco para espantar los miedos; con la nominación de matachín se encuentra en el carnaval de Riosucio, en las fiestas de San Juan en Cauca, Meta, Caquetá, Tolima y Huila, en los carnavales del pacifico, especialmente en Buenaventura y Tumaco, en Boyacá y Santander  durante la navidad, en varias fiestas de inocentes del 28 de diciembre, como en las de Santafé de Antioquia,  las Negreras en Arauquita y los matachines de Tame -Arauca- que tienen su festival en diciembre, los matachines en los carnavales del caribe que danzan en mojigangas o como personajes individuales, en fin, no hay fiesta popular sin matachines. 

Una característica de la presencia de los matachines en las fiestas es su relación con el ritual, en el sentido de que son una representación simbólica de una creencia, de una tradición o costumbre y hacen parte del conjunto ceremonial de una fiesta. Sus acciones pueden ser grotescas, desde lo estético, burlescas o sacras según la fiesta donde se ponen en escena. Un diablo del Corpus Christi, hace parte de lo sagrado de la fiesta, no obstante representar el mal, pero hacen conjunto con las representaciones del bien.

En esencia la acción del matachín es subvertir un orden reglado y con su vestimenta, según la región, con hojas secas de plátano, con chiros de ropa, con hojas de palma, con disfraces desproporcionados, con figura dantesca es una representación satírica imprescindible de los ambientes festivos.

Así, mientras que otros rituales son más ceremoniales los matachines se la juegan por la irreverencia, uno y otro, orden y desorden, elementos esenciales del carácter de la fiesta. 

Matachín en el Carnaval de Tumaco, febrero 2013. Foto: Marcos González Pérez.

II

Con la expedición del decreto 417 de marzo 17 de 2020, mediante el cual el Gobierno Central de Colombia declaró un Estado de Emergencia Económica, Social y Ecológica, en todo el territorio Nacional y otros que lo han reglamentado o complementado, se adoptaron medidas para conjurar la crisis producida por la presencia del Covid 19, buscando tener un control de la situación. 

Entre algunas medidas se ordenó un confinamiento masivo, se prohibió la circulación tanto local como regional, se prohibieron los “eventos de carácter público o privado que impliquen aglomeración de personas, de conformidad con las disposiciones que expida el Misterio de Salud y Protección Social”, y se pontificó que el contacto entre los seres humanos era un sacrilegio que podía conducir  a la muerte.

Si tenemos en cuenta que uno de los rasgos de los rituales es la interacción entre personas las medidas restrictivas para la población dejaban entrever la suspensión, o de pronto, la desaparición de los mismos, como lo formulan en otras latitudes. (La desaparición de los rituales de Byung -Chul-Han).  

III

Sin embargo, el discurso gubernamental no logro orientar a los ciudadanos acerca de los peligros reales de la pandemia producida por el covid 19, entre otras razones porque las informaciones no llegaron a toda la población y quienes captaron los mensajes se  fueron llenando de pavor al enterarse del número de muertos y de contagiados, ligado al dato de que no existen las condiciones sanitarias para albergar a los que caigan enfermos y lo más grave: el personal de salud, médicos, enfermeras, conductores de ambulancias perseguidos violentamente por intolerantes dolientes y señalados como culpables de la situación y sin amparo real. Se vino una avalancha de renuncias.

Para llenar el costal de desastres nos fueron contando que el desempleo se había disparado como nunca antes y nos dejaron perplejos. La crisis social tocaba fondo. Y claro, cundió el miedo. Lo único real era la muerte, lo demás el monumento a la incertidumbre.

El escalofriante grito: ¡Sálvese quien pueda! retumbó por todos los lugares. “No hay hombre que esté por encima del miedo y que pueda vanagloriarse de escapar a él” reseña Jean Delumeau[1]. Ese miedo creo una incertidumbre total en la población y es bien conocida históricamente la reacción de las gentes ante estas situaciones. Generalmente es el desborde total, la depresión, el sentirse un inútil y como reacción, unos buscan más a su dios, algunos a sus santos anti- peste como San Sebastián y San Roque  y otros prefieren el disfrute mundano antes del juicio final.

Esa, entre otras, es una de las razones por la cual muchos individuos o grupos terminan en juergas públicas o privadas o salen desaforados a empeñar hasta el último centavo con tal de tener el electrodoméstico de última generación. Es una acción posible, un camino real, en un mundo ya estrecho de opciones.

Además el discurso desde arriba desvió cualquier asomo de comprensión para comportarse socialmente. A los adultos mayores de 70 años, se los confino severamente,  se los califico de estorbo social y al nominarlos “abuelitos” se los mando a un rincón para que prontamente se fueran desmoronando. Demandaron judicialmente la medida y lograron que se les diera el mismo trato que a los demás ciudadanos. A los sin abrigo les cayó el matracazo para que se esfumaran, los mensajes de lávese las manos y use tapabocas no era comprendido en muchas zonas que no tienen agua y menos tapabocas y a los miles de expectantes estudiantes y padres de familia que esperaban escuchar hablar de condiciones propicias para el retorno presencial a las aulas, ya fatigados de la virtualidad, les pasaron un soplete: mire a ver qué hace, es su responsabilidad. También se asustaron.

IV

Históricamente, como bien lo reseña  Delumeau, refiriendo experiencias narradas por plumas expertas, es conocido que el abatimiento total y el miedo predisponen a sufrir el contagio, cuando de pestes se trata y muy por el contrario algunos estudiosos consideran “que en un periodo de “fiebre pestilente, hay que estar alegre, con buena y reducida compañía, y unas veces oír cantores e instrumentos de música y otras leer o escuchar alguna lectura agradable”. Continua este autor: “(…) en el siglo XVII durante una epidemia de peste, los magistrados de Metz ordenaron regocijos públicos a fin de volver a dar ánimo y valor a los habitantes diezmados por el contagio”. Claro, decían, evitando frecuentar mujeres y los excesos de la mesa, es decir, con protocolos adecuados, decimos hoy, pero fue desmentido ese criterio al considerar que la separación de hombres y mujeres “engendra tristeza y melancolía”.

En lo que sí parece existieron acuerdos fue respecto de los comportamientos colectivos durante las pandemias, y se menciona a Tucídides (siglo V) quién afirmaba que en estas situaciones “todos se entregaban a la búsqueda del placer con una audacia que antes ocultaban” o a Boccaccio, (siglo XIV), quien narraba “que el mucho comer y beber, y alegrase andando y bailando, y dar satisfacción al apetito de cualquier cosa que vieren, era el verdadero remedio contra tanto mal”.

Las crónicas de epidemias mencionan, como una constante, que las gentes en época de contagios “se lanzan sin frenesí a los excesos y al desenfreno”.  En Atenas (siglo IV) se “buscaron los provechos y los goces rápidos, puesto que la vida y las riquezas eran igualmente  efímeras”; en Florencia en el siglo XIV, dice Boccaccio, con la autoridad derribada cada uno hacía lo que quería; en Londres en el siglo XVII la impiedad y la abominación reinaban allí hasta tal punto, escribe Thomas Gumble, “-cosa que me da vergüenza decir- , que mientras en una casa se gemía bajo la servidumbre de la Muerte, ocurría frecuentemente que en la casa vecina se abandonaran a toda suerte de excesos”[2].    

Y en Colombia, en un día de julio de 2020, en plena pandemia, ante el anuncio de rebajas en electrodomésticos las turbas enceguecidas colapsaron los sistemas electrónicos al querer ingresar primero que el otro. La turba derribo la multitud.    

Así pues, ordenar confinamientos sin conocer experiencias históricas puede conducir al desbordamiento social. 

V

En ese orden reglado, impuesto por el gobierno central en Colombia, desde el mes de marzo, no se tuvo en cuenta que una de las condiciones para este tipo de medidas es asegurar mínimas condiciones de supervivencia de los gobernados y ante una crisis mantenerlos bien informados con el propósito elemental de preservar la calma colectiva y así intentar hacerlos participes en la búsqueda de soluciones. Como en la fiesta popular, sin espectadores, en una reunión de iguales y no como en la fiesta oficial donde se “consagra la desigualdad”[3].  

Pero en esa maraña de problemas sociales que existían, tales como la corrupción, el desempleo, la inseguridad, la deforestación, la matanza de líderes y lideresas sociales, el feminicidio,  la violación a menores de edad, la presencia de grupos ilegales armados, las pandillas, entre otros, se optó por montar un programa de televisión para hablar del covid19, sin enmarcarlo bajo las complejidades sociales.   

Y mientras lograban aburrir a los tele-espectadores, surgieron otros problemas, entre estos, la desconfianza ante las inciertas orientaciones gubernamentales para enfrentar la pandemia, la constatación de la ineficiente labor de apoyo a los que pedían ayuda simbolizada con trapos rojos[4], pero de manera significativa, para el eje de este ensayo, la orden de “nada de fiestas”, por parte de gobernantes locales, replicada por algunos gestores en varias regiones.  

En un país como Colombia donde se escenifican cada año alrededor de 4030 fiestas, muchas de las cuales de arraigo popular, la mayoría no solo de interés cultural sino  espacio de sustento de hacedores y de artistas, bien se merecía un pronunciamiento por parte del Ministerio de Cultura, o el de Turismo o del mismo presidente de la República para asumir colectivamente el reto de salvaguardar ese patrimonio.

Le pasaron más bien la toma de esta decisión a gobernadores y alcaldes quienes, con alguna honrosa excepción, sin tener en cuenta experiencias pasadas o de otras latitudes, sin comprender el papel de la cultura en el accionar de los pueblos, sin preguntarle a la comunidad y mucho menos sin consultar con historiadores o investigadores de las fiestas y sin dar alternativas posibles decretaron: Se suspenden las fiestas.

En estos  momentos ya están suspendidas ciertas fiestas patrimoniales para el año 2021.

VI

Pero la sociedad se cansa, las comunidades o colectivos igual y claro, los matachines cansados de que los masacrarán como sucedió en Buenaventura, de que los violaran como sucedió con la niña Embera de 12 años violentada brutalmente por 7 militares en una zona de Pereira, o la niña indígena de la comunidad Nukak maku, violada por militares en Guaviare[5], de que les obligaran a reabrir las clases presenciales sin protocolos de seguridad como le sucedió a los maestros de Colombia, de no contar con seguridad sanitaria y de respeto por su integridad física por parte del personal de salud, se rebelaron y aplicaron uno de sus principios: la irreverencia.  “Con antorchas en mano, manifestantes bloquearon la Autopista Norte de Bogotá en protesta por las problemáticas que está viviendo el país durante la cuarentena, entre ellas la presunta violación a menores indígenas por militares del Ejército”[6],  se reseñó en una revista.

Y así, desde finales de junio en varias ciudades de Colombia cientos de personas salieron a las calles, pese al confinamiento,  a rechazar el caso de la violación de la niña Embera y a exigir castigos apropiados para los violadores de niñas y niños. En la zona de Banderas en la localidad de Kennedy en Bogotá, cientos de personas a través de cantos y arengas pidieron castigo para todos los violadores de infantes. Igual sucedió en varias  ciudades hasta culminar el día lunes 29 de junio con el ritual de “prender velas y colocar flores”  en un ritual-protesta en Bogotá[7], dejando clara constancia que los rituales no han desaparecido.

Los habitantes del municipio de  Garzón, departamento del Huila, acompañaron con globos blancos, rosados, verdes y con velas y flores, el despojo mortal de la niña Salomé de 4 años, violada y asesinada por un depravado. El féretro blanco fue precedido de cientos de personas mientras era conducido hacia el cementerio local. La víspera habían construido frente a la morgue una especie de jardín infantil con globos y flores en un ritual de memoria.    

En junio los docentes ocuparon las calles exigiendo protocolos serios para una posible reapertura de clases presenciales y anunciaron desobediencia total, sino se asegura el respeto por la vida de estudiantes y profesores. 

Los mayores de 70 años, organizaron un plantón-protesta que la prensa título como la protesta de las canas[1] (El Espectador, 11 de junio de 2020) en la plaza de Bolívar en Bogotá, centro simbólico de la nación colombiana exigiendo que no los traten como idiotas y que puedan salir a cumplir con lo que consideren conveniente. 

Los estudiantes universitarios, en algunas ciudades, han realizado plantones pidiendo que las matriculas del II semestre académico del año 2020 sean gratuitas.   

VII

No obstante la naturaleza animal tiene sus lógicas. Algunas especies de pájaros construyen sus nidos con el propósito de seducir a la hembra. En el proceso de su fabricación van recogiendo objetos luminosos y de variados colores hasta lograr crear un ambiente seductor. Los humanos, lo mismo, Se utilizan estrategias diversas para buscar pareja. Diana Paola Angola fue contagiada del virus covid19 y mientras permanecía en coma dio a luz a un niño que hoy se llama Jefferson, como el padre. Una vez Paola se recuperó conoció a su bebé que ya tenía 21 días de nacido y su compañero Jefferson Riascos se apareció frente a ella, se arrodillo y teniendo a los médicos y enfermeras como parte de la escenografía, quienes portaban carteles con el mensaje: Quieres casarte conmigo,  le entregó una caja con rosas y con el ofrecimiento de un anillo le propuso matrimonio[2].  Todo bajo un  estricto protocolo de seguridad sanitaria. Milagros de la naturaleza, el hijo está radiante, la joven mujer en recuperación y el novio pleno de haber realizado ese ritual tan hermoso.

Si nos atenemos al criterio de que la fiesta es un producto social pues las comunidades reaccionan   a los problemas aplicando lo que consideran más significativo, más simbólico, más cohesionador y le apuestan sin vacilación a la puesta en escena del rito festivo para visibilizar sus imaginarios. El sábado 4 de julio de 2020, los trabajadores de la salud escucharon una voz de energía y apoyo con el ritual de un concierto virtual por parte de la Orquesta Filarmónica de Bogotá y  el grupo Monsieur Periné.

La antorcha es fuego que perdura, el plantón es una forma de protesta festiva, el trapo rojo que exhiben en las marchas, los colores de los globos, las músicas, cantos  y tambores que resuenan son elementos de lo festivo que ahora claman al unísono: los rituales viven.  ¡El matachín existe!


[1] “La protesta de las canas”,  El Espectador, 11 de junio de 2020.

[2] “Tras ganarle la batalla al covid19 habrá boda” en El Tiempo, jueves 2 de julio de 2020.

 

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